El concepto de existencia como samsara o flujo cósmico, junto con el concepto paralelo de karma, acción y reacción concordantes, como factor determinante de la participación de cada ser en ese flujo, es un rasgo esencial de todas las tradiciones procedentes, directa o indirectamente, de la India. Aunque el tema sea tratado aquí desde el punto de vista budista, casi todo lo que se dirá podría aplicarse igualmente al hinduismo.
Consideremos en primer lugar la rueda de la existencia de acuerdo con su representación simbólica - que se remonta, según se dice, al propio Buda - como un círculo subdividido en seis sectores, cada uno de los cuales contiene una de las categorías típicas de seres animados. Estos sectores pueden agruparse en tres partes, del modo siguiente:
Nuestro mundo:
1. seres humanos (estado central)
2. animales (estado periférico)
Mundos celestiales:
3. dioses o devas
4. titanes o asuras
Mundos infernales:
5. sombras atormentadas o pretas
6. infiernos
Este esquema simbólico es familiar en todos los lugares en los que prevalece la tradición budista. Examinemos cada uno de los seis componentes con algo más de detalle. Evidentemente el sector humano, mencionado en primer lugar, ocupa una parte desproporcionada de este conjunto si sólo se lo considera desde el punto de vista del número de seres en cuestión. En comparación con la vasta multiplicidad de sus vecinos no humanos, los hombres representan en efecto un número muy pequeño, sin contar con que sólo forman una especie, en contraste con la inmensa variedad de seres que constituyen los géneros, familias y órdenes, de la naturaleza. La razón de este tratamiento privilegiado es doble: en primer lugar, siendo hombres nosotros mismos, es natural que elijamos estudiar nuestra propia categoría y nuestro modo de existencia; en segundo lugar, la especie humana es el campo elegido para la encarnación avatárica, la budeidad, lo cual desde un punto de vista cualitativo le da derecho a una consideración privilegiada.
El sector animal contiene un gran número de especies diferentes situadas en el mismo plano de existencia que el hombre, pero variables con respecto a su proximidad o lejanía de la posición humana. Cabría preguntar entonces: ¿Dónde hay que situar las plantas y los minerales, dado que su nombre no parece figurar en ningún sector? La respuesta sólo puede ser que no nos hallamos ante una tabla de estadísticas biológicas o geológicas: no hay que esperar una coherencia meticulosa en cuanto a los detalles. La finalidad de la imagen tradicional de esta rueda no es más que sevir de guía suficiente hacia una comprensión del universo basada esencialmente en factores cualitativos más bien que en hechos o consideraciones de orden cuantitativo, como las que entran en la perspectiva de las ciencias naturales en el sentido habitual de la palabra.
Considerados desde el punto de vista humano, los estados celestiales son aquello que en una medida mayor o menor escapan a las limitaciones físicas y psíquicas de nuestro estado de existencia. Los dos sectores agrupados en la categoría celestial pueden, sin embargo, comprender cierto número de grados diferentes que en nuestro estado presente apenas nos conciernen. Se dice de los dioses, o devas, que su estado está lleno de deleites como los "árboles de los deseos" capaces de conceder cualquier don con sólo pensar en él, y otros pintorescos atractivos por el estilo. Ningún dolor puede introducirse en ese estado mientras dura, lo que hace que, cuando por fin llega el momento del cambio, éste sea tanto más doloroso para los seres en cuestión: se dan cuenta de repente de que su estado de dicha no es perpetuo sino que está sujeto al nacimiento y a la muerte igual que todos los demás estados de existencia. Como dijo un monje mogol a quien esto escribe: "Los dioses longevos son estúpidos". La ausencia de contrastes que caracteriza a su condición los adormece en un exceso de confianza, con el resultado de que, cuando llega el instante fatal, no están preparados en absoluto y pueden llegar a hundirse hasta el mismo infierno, destino éste verdaderamente lamentable.
No todos los dioses muestran sin embargo esta falta de inteligencia. Muchos desempeñan un papel honorable en las historias de Buda. Algunos, como Garuda, el corcel de Vishnu semejante a un halcón, están constantemente a las órdenes de la persona de Buda, cuyo parasol se encargan de llevar; otros, y especialmente Brahma, rey de los devas, ruegan a Buda, después de su iluminación, que predique la doctrina, por miedo de que el mundo vaya a su perdición total. Este papel desempeñado por los dioses, que consiguen vencer la "reserva" de Buda, aparece el la vida de todo buda instructor y expresa simbólicamente que el conocimiento poseído por un ser iluminado es tan profundo que resulta virtualmente intransferible a los hombres en su estado actual de ignorancia. Buda consiente, no obstante, en enseñar, mostrando así que a pesar de la ignorancia la luz no es inalcanzable. De ello tenemos que dar gracias a la iniciativa de los dioses.
Los titanes o asuras, por su parte, auqnue superiores a los hombres por los diversos poderes que poseen, siempre se reperesentan como seres pendencieros, llenos de envidia para con los dioses y su felicidad, y siempre conspirando para destronarlos. Típicamente, son seres que por sus austeridades, sus inmensos trabajos desarrollados en varios campos, han podido incrementar sus facultades naturales hasta el punto de amenazar al propio cielo. A veces la ambición titánica lleva incluso la máscara del altruísmo, como cuando Prometeo roba el fuego a los dioses para dárselo a los hombres, exponiéndolos así a las consecuencias de su propio acto de profanación. Es típica del temperamento asúrico o prometéico, la utilización imprudente de poderes excepcionales por toda clase de motivos salvo el esencial, el que podría conducir a un ser hasta la budeidad. Careciendo de este motivo, carece de todo: éste es el signo asúrico en los seres.
Los dos sectores infernales en nuestro simbolismo, la tierra de los fantamas atormentados o pretas y los infiernos, son lugares de dónde la alegría y la comodidad están totalmente desterradas. El primero es un dominio en el que reina el más intenso sentimiento de privación, un hambre y una sed insaciables. Los pretas se representan con enormes vientres hinchados y bocas minúsculas, de modo que por ese pequeño orificio nunca puede pasar suficiente alimento para satisfacer las demandas excesivas del vientre; así, el ser permanece en un estado constante de miseria que sólo podría aliviar un cambio de estado si él pudiera ser consciente de tal posibilidad. Los infiernos, por otra parte, se explican por sí mismos: son lugares de pura expicación, ardientes o fríos según la naturaleza de los pecados cometidos ( o de las oportunidades desperdiciadas ) a lo largo de la vida anterior. A este respecto apenas difieren del concepto de infierno presente en las religiones semíticas, excepto en cuestiones de detalle y, en particular, por la ausencia de toda atribución de eternidad que no se encuentra en ningún lugar de la rueda.
Este último punto es el que más importa retener. La idea básica del samsara es la impermanencia, el principal tema de meditación para todo budista. Todo lo que crea el flujo del mundo es inestable. Esto es cierto para los cielos y los infiernos, para los estados más felices y para los más desgraciados, los primeros no admiten ninguna complacencia, los últimos nunca carecen completamente de esperanza. Pues todas las cosas, en la plenitud del devenir, deben transformarse en otras cuando sus posibilidades particulares se han agotado. Esta es la ley universal de la existencia en la rueda existencial.
El número y la variedad de los seres que se encuentran en el universo son incalculables. Lo mismo vale para los sistemas cósmicos: son indefinidos en su incidencia y en la diversidad de condiciones a las que cada sistema cósmico está sujeto. Pero cualesquiera que sean las condiciones que gobiernan un mundo dado, la séxtuple repartición puede serle aplicada, teniendo en cuenta las diferencias de detalle. Así pues, todo mundo debe tener su estado central o axial que, por analogía con nuestro mundo, bien podría llamarse humano; y, del mismo modo, existirían estados superiores o inferiores clasificables como tales desde el punto de vista del estado que representa al término intermedio.
Las características esenciales de cada mundo se reflejan integramente en el ser que en él ocupa la posición central y, de manera más o menos fragmentaria, en los diversos seres que ocupan posiciones periféricas. El estado central, siendo una totalidad en su orden, constituye en cierto modo un mundo autónomo, un microcosmos, y éste es el caso del hombre en nuestro sistema cósmico. Conociendo el estado del hombre en un momento dado casi se podría decir que se conoce el estado del mundo, tan estrechamente ligados están ambos intereses. De esta relación se desprende lógicamente una transposición al microcosmos humano del simbolismo séxtuple del mundo en un sentido más amplio. Así, puede decirse, que ciertas cualidades de la naturaleza humana corresponden a ciertas clases de seres, en el sentido de que, en la medida en que un hombre se identifique con una determinada cualidad más bien que con otra, manifestará, en su vida humana, algo del caracter de una u otra de las categorías no humanas. Por ejemplo, es fácil reconocer el tipo que corresponde del modo más próximo posible al estado de animalidad humana: el de los hombres considerados esencialmente en la masa, como seres que se alimentan y se reproducen en un estado puramente cuantitativo. Huelga decir que esta alusión no implica ningún menosprecio de los animales, pues los animales y las plantas en estado natural viven su karma con instinto infalible y dan prueba de cualidades de dignidad y belleza que el hombre, por su parte, sólo puede imitar permaneciendo fiel a su vocación, que es de otro orden debido precisamente a la posición central que ocupa en el mundo.
Tomemos otro ejemplo: el hombre económico moderno oscila entre el tipo animal y el tipo preta, siendo este último el que está más en consonancia con su ideal declarado de una producción en expansión indefinida y de un pretendido nivel de vida elevado. Se ha creado una vasta maquinaria de propaganda con el único objeto de exacerbar el deseo de bienes materiales, con la salvedad, no obstante, de que la felicidad que, según se supone, estos proporcionan nunca se alcanzará absolutamente, pues, si el hombre llegara a sentirse satisfecho en algún punto, el mecanismo se detendría al instante y esto significaría la ruína económica, tan inextricablemente engranados están entre sí ambos motivos. Por tanto hay que seguir torturándolo con nuevos deseos, lo cual está bien lejos del budismo.
Si esto no es una imagen de la tierra de los pretas, es lo que más se le parece. ¿Que tipo de renacimiento pueden esperar los hombres educados de esta manera? ¿Podría ser, tal vez, un nuevo nacimiento en forma de pretas?
En cuanto a los infiernos, se pueden descubrir inequivocamente en esas oscuras profundidades situadas debajo del nivel de la conciencia humana que a nuestros psicólogos les gusta tanto explorar. A veces su contenido también desborda: un tipo absolutamente infrahumano no es raro entre nosotros, sin hablar de lo que él mismo llama arte, que es un medio diaólico en su género. Naturalmente nos hemos referido a casos extremos, los tipos más puros son relativamente raros: lo que se encuentran son, en su mayoría, mezclas e híbridos diversos.
Sin embargo existe otra clase de hombre, la del que es capaz de realizar las posibilidades humanas en su plenitud, y ése es el hombre que se identifica, en intención y en la práctica, no con alguna facultad humana condicionada samsáricamente sino con el propio eje del microcosmos humano, el hilo de la naturaleza búdica, que atraviesa el corazón de todo ser y todo el mundo. Para los seres periféricos esta identificación sólo puede ser indirecta y eminentemente pasiva. Pero para el hombre, que es un ser axial por definición, también puede tener lugar de forma activa, sin restricción de campo o finalidad. Se trata, de hecho, de la posibilidad del despertar total, la budeidad, que justifica la afirmación presente en las Escrituras semíticas, según la cual el hombre ha sido creado "a imagen de Dios". El que llamemos al hombre "teomórfico" o "budamórfico" es indiferente en este contexto.
Por último volvamos a la representación tradicional de la rueda de la existencia, tal como la hemos descrito al principio, para subrayar que, como todo verdadero simbolismo, deriva de la nauraleza de las cosas y no de una invención arbitraria del espíritu humano que lo hubiera concebido como una mera alegoría poética. Su finalidad es servir de clave que permita llegar a una conciencia superior: no hay otra.
Una clasificación simbólica como la presente no debe entenderse en el sentido de una fórmula compacta: tiene que ser interpetada libremente y aplicada con inteligencia pues el samsara como tal es indefinido, no admite ninguna sistematización. Los sutras, de hecho, lo describen diciendo que es "sin principio" (es decir, indefinido desde el punto de vista de su origen) pero que tiene un fin (en la liberación, el nirvana), descripción paradójica ya que, desde el punto de vista metafísico, lo que no tiene principio tampoco puede tener un final, y viceversa. Podemos compararla con la paradoja cristiana análoga, pero inversa, de un mundo "que comienza" (en la creación) pero que puede llegar a ser un "mundo sin final" (por la salvación conferida por Cristo).
En ambos casos se trata de comunicar una verdad salvadora y no una tesis filofófica de acabado preciso, de ahí el aparente desprecio por la lógica.
Hemos dicho al principio que, en el samsara, lo que determina la venida al ser o nacimiento es la acción anterior con la reacción consiguiente: Ésta es la doctrina del karma y sus frutos, los cuales, madurando a su debido tiempo en forma de resultados, están destinados a convertirse a su vez en causas que contienen las semillas del devenir ulterior. El cruce continuo de los innumerables hilos de la causalidad produce la maraña del samsara: es un concepto dinámico que pasa de manera ininterrumpida de un estado a otro, en el que cada nacimiento marca la muerte con respecto al estado anterior y cada muerte marca un nuevo nacimiento, y así indefinidamente.
Puesto que todo se encuentra en un estado de flujo incesante, cualquier suceso y objeto que se quiera observar tiene que ser aislado del proceso general de un modo más o menos arbitrario, con el resultado de que aquello que se observa tendrá necesariamente cierto carácter de ambiguedad: tando el objeto como el sujeto observador están cambiando continuamente, lo que significa que todo juicio formulado sobre la base de un exámen empírico de los objetos existentes en el mundo, será siempre aproximado, provisional, relativo, fluído y ambivalente. El enfoque empírico excluye cualquier conclusión que pueda calificarse de exacta y completa.
Dicho esto, es necesario hablar también del aspecto complementario de la misma doctrina, a fin de no ser conducidos inconscientemente a un relativismo que adquiera un carácter casi absoluto, hasta el punto de suprimir completamente la idea misma de verdad. En esta época de subjetivismo excesivo y parcial, una disolucíón de todos los valores y todos los criterios objetivos en una especie de penunbra psicoanalítica es un peligro real del que hay que guardarse. Un juicio es inadecuado en la medida en que pretende juzgar el conjunto absolutamente desde un punto de vista particular que se presenta igualmente como absoluto: éste es el error del dogmatismo, es decir, de una extensión abusiva dada a formulaciones relativas que son verdaderas en sus límites propios. Un juicio es váido, sin embargo, en la medida en que, partiendo de criterios debidamente reconocidos como relativos, juzga un fenómeno cuyos límites relativos también son reconocidos. Siempre y cuando se preste una atención suficiente a estas condiciones, un juicio puede ser perfectamente exacto, hasta el punto de poder ser calificado de relativamente absoluto dentro de su contexto.
Un buda es llamado "despierto" precisamente porque su conocimiento no debe nada al mundo ni al ego empírico que, juntos, constituían el foco de su sueño anterior. Cuando un hombre se despierta no decimos que es otra persona, a pesar de un cambio evidente de la naturaleza de su conciencia; esta analogía puede servir para ilustrar el paso del estado de ignorancia al estado de buda. El conocimiento sólo es posible en la medida en que el ojo de la bodhi (el intelecto puro) en el sujeto, percibe en el objeto el "mensaje bódhico" (es decir, su simbolismo). Cuando ambos coinciden hay percepción instantánea - percepción eterna, se podría decir, por cuanto lo que pertenece a la bodhi pertenece per se a lo intemporal e inmutable-. El despertar al conocimiento, en cualquier grado en que se sitúe, es como el punto de ignición que se alcanza mediante el frotamiento de dos palos; el satori del zen es de la misma naturaleza. Si las cosas fueran de otra manera, los seres no tendrían la posibilidad de iluminación.
En el samsara es evidente que sólo se pueden juzgar fragmentos desde puntos de vista no menos fragmentarios; en el nirvana esta cuestión no se plantea. La conciencia de las diferencias samsáricas y nuestra propia reacción ante ellas en virtud de esa conciencia, no disminuye en modo alguno la realidad intrínseca de los fenómenos considerados en conjunto. Su totalidad nos devuelve entonces al samsara como tal, y éste, en esencia, nos devuelve al nirvana. Encontramos aquí un principio budista básico, a saber, que quien comprende realmente el samsara o el karma - lo que viene a ser lo mismo - comprende el nirvana. Ver con plenitud de conciencia una sola mota de polvo es ver el universo; no se necesita más para acceder a la iluminación, en la que el conocimiento absoluto y el conocimiento relativo, las dos clases de verdad de Buda, coinciden.
Lo que es necesario recordar siempre es que el mundo, con sus fenómenos, equivale a un juego de compensaciones: aunque toda parte se halla en un cambio permanente y, por tanto, está en desequilibrio y es inasible en sí, el todo, en cuanto tal, permanece inalterable a través de todas sus vicisitudes, como lo hace el océano a pesar de sus muchas olas y corrientes. Si tratamos de definir una de esas olas en términos fijos se nos escapará: y, no obstante, cada una de ellas revela a su manera lo inmutable. De ahí la afirmación de que en cada gota de agua y en cada grano de arena se encuentra un buda.
Esta naturaleza inaprehensible de todas las cosas existentes es lo que ha dado lugar, en la economía espiritual del budismo, a otra idea básica, que muchas personas han encontrado particularmente difícil de comprender, a saber, la idea de anatta, "no personalidad", tal como se aplica a los seres situados en todos los niveles y al propio universo manifestado.
Hemos visto que las notas básicas de la existencia son la relatividad, la impermanencia y el devenir, a las que debemos añadir el sufrimiento, que es la característica que expresa a las tresa anteriores en la conciencia de los seres. Al ser única, la posibilidad universal excluye la repetición en la existencia. En el cosmos puede haber semejanza o analogía en cualquier grado, pero nunca identidad absoluta o ipseidad. ¿Qué sugiere realmente a nuestro entendimiento la palabra "ipseidad"? Sugiere la pureza inequívoca, la ausencia total de mezcla. Una substancia sólo puede llamarse pura cuando no es otra cosa que ella misma, dado que está libre de todo rastro de alteridad. Siendo tal, no lleva en sí ninguna incitación al cambio. Lo que está en la raiz del cambio es el carácter ambivalente de lo relativo, pues donde hay más de un polo de atracción o repulsión la inestabilidad dominará en un grado u otro. Lo que está completamente libre de tensiones internas no puede morir, pues ¿qué podría producir su muerte? Todo lo que está obligado a morir implica, pues, un dualismo, la presencia de fuerzas que empujan en direcciones diferentes, una composición de elementos parcialmente incompatibles, y esto por definición es cosa distinta de la ipseidad. La agudización, en el curso del devenir, de sus contradicciones internas, es lo que finalmente hace que una cosa se desintegre, en el momento que llamamos muerte.
Cuando somos conducidos a fijar nuestra atención no en el proceso del devenir en conjunto, sino en una parte del mismo que se aísla del conjunto (y que puede ser nuestra propia persona o cualquier otra cosa), somos fácilmente inducidos a atribuir a esa cosa un carácter fijo. Lo mismo se aplica a una situación o a un acto cuando se lo considera en sí mismo. Éste es el error de la falsa atribución, la ignorancia congénita que acompaña a todos los seres existentes como tales. La doctrina específicamente budista de anatta es un medio para disipar esta ignorancia.
Pasemos ahora a una consideración más detallada del karma, la fuerza motriz que se encuentra detrás de todo nuevo nacimiento o toda nueva suerte, es decir, la acción en el sentido más amplio de la palabra, incluído su aspecto negativo, la omisión, junto con su acompañamiento inseparable, la reacción que inevitablemente provoca, los cuales son estrictamente proporcionados uno al otro. El principio físico según el cual la acción y la reacción son iguales y opuestas no es más que un ejemplo de esta disposición cósmica universal.
Como todo aquello de lo que se preocupa la mente, esta ley del karma se contemplaría mejor de una manera puramente desapegada e impersonal, como si nosotros mismos estuviéramos situados fuera de la rueda de la existencia y la observáramos desde la atalaya de una cumbre elevada y lejana. Pero de hecho no es así. Estamos profundamente comprometidos en cada instancia de nuestra estancia en la tierra y, en consecuencia, mientras nos sentimos "esa persona, fulano de tal", distinta de todos los seres que clasificamos bajo el título colectivo de los "otros", no podemos dejar de valorar este juego cósmico que se desarrolla a nuestro alrededor en términos de más o menos, provecho o pérdida, placer o dolor, bien o mal, como decimos nosotros. Por esta razón, en la vida religiosa el karma ha sido explicado, lo más a menudo, en términos de sanción moral, como recompensa por las buenas acciones y catigo por las malas: así es como la mentalidad popular lo considera casi siempre.
Tal interpretación no es falsa en sí y puede incluso ser saludable. La única falsedad es ver en ella toda la verdad, la última palabra sobre la cuestión. Una conciencia de las implicaciones del karma nos llevará fuera del círculo de las alternativas morales y de los apegos que un prejuicio personal fomentará inevitablemente a la larga. Pero, no obstante, para el común de los mortales la concepción del karma como justicia inmanente, en el sentido moral, no es dañina, puesto que al menos inclina al hombre a tomar en serio las lecciones del karma y a aplicarlas en su vida cotidiana. Todas las leyes éticas, en todas las religiones, tienen este carácter; son upayas, medios de largo alcance pero de aplicación todavía relativa, hecho que explica por qué las leyes morales más sagradas a veces no funcionan. De ello resulta que incluso en esta esfera hay que esperar de vez en cuando una excepción, aunque sólo sea para confirmar la regla.
La justicia inmanente en su plenitud no es sino el equilibrio del universo, ese estado en el que todas las partes se contrapesan y que la balanza en estado de oscilación expresa pero no realiza de forma visible; pero aquí una vez más hemos salido de la perspectiva moral que, aunque se incluye en el panorama general de la justicia, ya no hay que acentuar, especialmente con miras a un interés humano particular.
Es un lugar común entre los polemistas budistas, cuando quieren criticar lo que consideran explicaciones arbitrarias ofrecidas por las religiones teístas, decir que la doctrina del karma, al explicar las irregularidades aparentes del destino en términos de acciones anteriores conducentes a la sanción presente, es "más acertada" que otras doctrinas relativas a la misma cuestión. Vale la pena señalar que cuando un argumento se ha revestido de una forma moral se vuelve tan antropomórfico como las enseñanzas sobre la voluntad de Dios con respecto al pecado corrientes en el Cristianismo y religiones afines. La utilidad de este lenguaje y de todos los argumentos que toman esta forma puede justificarse empíricamente, al satisfacer las necesidades de ciertas mentes, y, si así ocurre, el beneficio es considerable. Sin embargo toda simplificación de este género debe ser explicada como una expresión de apologética popular más bien que de una percepción profunda de lo que verdaderamente está en juego. No obstante sería un error burlarse de esta manera de ver las cosas; si se es capaz de ver el sofisma del argumento se es libre de trascenderlo para alcanzar una comprensión más profunda de la misma verdad, sin adoptar una actitud de condescendencia para con las almas simples a quienes este argumento proporcionó ayuda para avanzar en la vía.
De modo más general, lo importante, cuando se comparan doctrinas propuestas por diferentes tradiciones, es descubrir mediante un examen llevado a cabo con lucidez - los escrúpulos eruditos al comparar este material no son suficientes - si las divergencias aparentes revelan una oposición real o sólo una divergencia de genio espiritual, ya que ambas cosas son posibles. Toda religión recurre a ciertas adaptaciones en el campo doctrinal a fin de poner las distintas verdades al alcance de las mentes corrientes; corresponde al santo y al sabio ver más allá de estas versiones algo tendenciosas con el fin de acceder a la verdad que aquellas expresan sin embargo a su manera. Vemos aquí la diferencia entre la religión vista en su aspecto exotérico, adaptada a una necesidad colectiva, y en el aspecto calificable de esotérico, en el que no caben tales concesiones. Esta distinción no descansa sobre una compartimentación rígida de la verda religiosa, sino más bien sobre la necesidad de acceder por etapas a esta verdad, cuyo brillo ha de ser tamizado con arreglo a las diversas capacidades de visión de los hombres. Las dos grandes categorías citadas se explican suficientemente por sí mismas a la luz de este principio, que es un upaya de aplicación general a todo el camino espiritual.
Un ejemplo de como las interpretaciones populares pueden conducir a cierta distorsión doctrinal lo proporciona la creencia, corriente en los países budistas, en la posibilidad de renacer como hombre. Se supone con excesiva facilidad que tal renacimiento en forma humana está al alcance de cualquiera con sólo pedirlo, a condición de haber llevado una vida suficientemente moral, a menudo en un plano bastante bajo. Podría citar varios ejemplos de esta actitud, sacados de mi propia experiencia, que en modo alguno corresponden en su totalidad a gentes sencillas y carentes de educación. La gente imagina facilmente que una contabilidad moral un poco cuidadosa por su parte basta para asegurarles una próxima existencia humana. Para esas personas, el mérito, el buen karma, viene a ser considerado enteramente en un sentido cuantitativo, como si pudiera ser distribuido por peso, o como si no se tratara más que de llevar una contabilidad por partida doble a fin de no quedar con demasiado déficit. Olvidan la conocida sentencia relativa al "nacimiento humano dificil de obtener" y la parábola de Buda sobre la tortuga miope que nada en un vasto océano en el que flota también un pedazo de madera con un agujero. Buda estimaba que las posibilidades que tenía un ser cualquiera de obtener un nacimiento humano eran más o menos iguales a las que tendría esa tortuga de pasar su cabeza por el agujero de la madera.
Mediante esta inverosimil parábola quería evidentemente inculcar en las personas la extrema precariedad de la probabilidad humana, previniéndolas así contra la locura de desperdiciar una ocasión preciosa persiguiendo objetivos triviales. En un mundo que gusta de considerarse progresivo, ¿cuántas personas, me pregunto, hacen siquiera un ligero esfuerzo para seguir este consejo?
Que cada uno de nosotros se haga la pregunta: ¿Dedico todos los días de mi vida media hora de atención a Buda y sus enseñanzas o, lo que es lo mismo, a Cristo y sus enseñanzas? Si la respuesta es negativa, ¿es entonces razonable esperar, debido al karma, recibir otra oportunidad humana en este u otros mundos? Y si se está preparado para contestar honradamente a esta pregunta, se llegará sin duda a otra: "¿Por qué entonces dudo de forma tan inexplicable?" La oportunidad está aquí y ahora, no cabe duda. ¿Qué sentido tiene confiar en un futuro incierto con la ingenua esperanza de - usando una expresión que no estrictamente budista - cerrar un trato con Dios?
Lo que hay que recordar sobre todo, en lo que respecta al estado humano o a cualquier otro calificable de central, es que indica el punto en que es posible salir de la rueda fatal del nacimiento y la muerte sin tener necesidad de pasar antes por otro estado de existencia condicionada. La puerta está ahí, mientras que si se ha nacido en una situación más periférica es indispensable, antes de aspirar a la liberación, tener un pie dentro del eje, en otras palabras, hallar el camino hacia un nacimiento humano. Una vez en el eje, el camino que han pisado todos los budas está abierto. Lo esencial no es ocupar de forma meramente pasiva nuestra posición humana, gracias al karma que nos ha situado en ella, sino realizarla activamente, y esa es la preocupación expresa de toda vida espiritual.
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