Datos personales

30 octubre 2011

El Octavo Clima










El término técnico que lo nombra en árabe, 'âlam al-mithâl', puede eventualmente traducirse también por mundus archetypus, a condición de prevenirse de un equívoco. Pues es esta misma palabra la que sirve para designar en árabe las Ideas platónicas (interpretadas por Sohravardî en los términos de la angelología zoroastriana). Ahora bien, cuando el término se refiere a las Ideas platónicas, está casi siempre acompañado por una cualificación precisa: mothol (plural de mithâl) aflâtûnîya nûrâniya, los "arquetipos platónicos de luz". Cuando se refiere al mundo del octavo clima, designa técnicamente, por una parte, las imágenes-arquetipos de las cosas individuales y singulares - en este caso se relaciona con la región oriental del octavo clima, la ciudad de Jâbalqâ, donde estas Imágenes subsisten, preexistentes y preordenadas al mundo sensible - pero, por otra parte, el término se refiere también a la región occidental, la ciudad de Jâbarsâ, el mundo o intermundo en el que se encuentran los espíritus posteriormente a su presencia al mundo natural terrestre, y como mundo en el cual subsisten las formas de todas las obras realizadas, las formas de nuestros pensamientos y de nuestros deseos, de nuestros presentimientos y de nuestros comportamientos. Es todo este conjunto lo que constituye el âlam al-mithâl, el mundus imaginalis.



Técnicamente, nuestros pensadores lo designan también como el mundo de las "Imágenes en suspenso" (mothol mo 'allaqa). Sohravardî y su escuela designan así un modo de ser propio de las realidades de este mundo intermedio, que designaremos como los Imaginalia. La precisión de este status ontológico es el resultado de unas experiencias espirituales visionarias, para las que Sohravardî pide la misma consideración que tienen en astronomía las observaciones de un Hiparco o un Ptolomeo.



Había que admitir que formas y figuras del mundus imaginalis no subsisten en la forma de las realidades empíricas del mundo físico, pues de ser así su percepción pertenecería con todo derecho a cualquiera. Se comprobaba también que no pueden subsistir en el mundo inteligible puro, puesto que no tienen extensión y dimensión: una materialidad "inmaterial", ciertamente, en relación a la del mundo sensible, pero a fin de cuentas una "corporalidad" y una espacialidad propias (piénsese aquí en la expresión spisitudo spiritualis de Henry More, platónico de Cambridge, expresión que tiene su equivalente exacto en Sadrâ Shirâzi, platónico de Persia). Por la misma razón, se excluía que pudiesen tener por substrato únicamente nuestro pensamiento, y se excluía también, al mismo tiempo, que perteneciesen al ámbito de lo irreal, a la nada, pues en tal caso no podríamos discernirlas, jerarquizarlas, ni emitir juicios sobre ellas. De ahí que apareciese metafísicamente necesaria la existencia de ese mundo intermedio, mundus imaginalis, hacia el que está orientada propiamente la función cognitiva de la Imaginación, mundo cuyo nivel ontológico está por encima del mundo de los sentidos y por debajo del mundo inteligible puro; es más inmaterial que el primero, pero menos que el segundo. Y esto fue siempre algo de importancia capital para todos nuestros teósofos místicos.



En efecto, de eso depende para ellos tanto la validez de los relatos visionarios que narran "acontecimientos en el cielo" como la validez de los sueños y los rituales simbólicos, la realidad de los lugares que aparecen en la meditación profunda, de las visiones imaginativas inspiradas, de las cosmogonías y las teogonías, y, sobre todo, la verdad del sentido espiritual percibido en los elementos imaginativos de las revelaciones proféticas. Este mundo es, en definitiva, el de los "cuerpos sutiles", concepto que se revela indispensable si se quiere representar un vínculo entre el espíritu puro y el cuerpo material. A esto se refiere la designación de su modo de ser como "ser en suspenso", es decir, un modo de ser tal que la Imagen o la Forma, siendo en sí misma su propia "materia", es independiente de todo sustrato al que pudiese ser inmanente a la manera de un accidente. Se quiere decir con ello que no subsiste como, por ejemplo, subsiste el color negro por el cuerpo negro al cual es inmanente. La comparación a la que recurren regularmente nuestros autores es la forma en que aparecen y subsisten las Imágenes "en suspenso" en la superficie de un espejo. La substancia material del espejo, metal o mineral, no es la substancia de la imagen, una substancia de la que la imagen sería un accidente. Es simplemente el "lugar de su aparición". Y se llega así a una teoría general de los lugares y las formas epifánicas (mazhar, plural mazâhir), tan característica ya de la Teosofia oriental de Sohravardî. 



La imaginación activa es el espejo por excelencia, el lugar epifánico de las imágenes del mundo arquetípico; por eso la teoría del mundus imaginalis es inseparable de una teoría del conocimiento imaginativo y de la función imaginativa. Función verdaderamente central, mediadora, en razón de la posición intermedia, mediadora, del mundus imaginalis. Es una función que permite a todos los universos simbolizar unos con otros, y que nos lleva a representarnos, experimentalmente, que las mismas realidades sustanciales asumen formas que corresponden a diversos mundos (por ejemplo, Jâbalqâ y Jâbarsâ corresponden en el mundo sutil a los elementos del mundo fisico, mientras que Hûrqalyâ corresponde a los Cielos). Es la función cognitiva de la Imaginación lo que permite fundamentar un conocimiento analógico riguroso, escapando al dilema del racionalismo habitual, que reduce la elección a los dos términos de un dualismo banal - o la "materia" o el "espíritu"- dilema que la "socialización" de las conciencias acaba sustituyendo por este otro no menos fatal: o "historia" o "mito". 











Es el tipo de dilema al que jamás habrían sucumbido quienes estaban familiarizados con el "octavo clima", reino de los "cuerpos sutiles", de los "cuerpos espirituales", umbral del Malakût o mundo del Alma. Comprendemos, en efecto, que cuando dicen que el mundo de Hûrqalyâ "comienza en la superficie convexa de la esfera suprema", quieren significar simbólicamente, con ello, que este mundo está en el límite en el que se invierte la relación de interioridad expresada por la preposición en, "en el interior de". Los cuerpos espirituales o las entidades espirituales no están ya en un mundo, ni siquiera en su mundo, a la manera en que un cuerpo material está en su lugar, o contenido en otro cuerpo. Es su mundo el que está en ellos o en ellas. Por eso la Teología atribuida a Aristóteles - la versión árabe de las tres últimas Ennéadas de Plotino que Avicena había anotado y que todos nuestros pensadores han leído y meditado - explica que cada entidad espiritual está "en la totalidad de la esfera de su Cielo"; cada una subsiste, ciertamente, independientemente de la otra, pero todas sin embargo son simultáneas y cada una está en cada una de las otras. Sería totalmente falso representarse ese otro mundo como un cielo indiferenciado e informal. Hay multiplicidad, ciertamente, pero las relaciones del espacio espiritual difieren de las relaciones del espacio comprendido bajo el Cielo estrelIado tanto como el hecho de estar en un cuerpo difiere del hecho de estar "en la totalidad de su Cielo". Por eso podrá decirse que "detrás de ese mundo hay un Cielo, una Tierra, un mar, animales, plantas y hombres celestiales, pero cada ser es ahí un ser celestial; las entidades espirituales que en él existen corresponden a los seres humanos que en él existen pero no hay ahí ninguna cosa terrestre".



La formulación más exacta de todo esto en la tradición teosófica de Occidente se encuentra, quizás, en Swedemborg. Por otra parte, no es posible no sorprenderse ante la concordancia o convergencia de las ideas del gran teósofo visionario sueco con las de un Sohravardî, un lbn 'Arabî o un Sadrâ Shirâzî. Swedemborg explica, por ejemplo, que "aunque todo en el Cielo aparezca absolutamente como en el mundo, en un lugar y un espacio, los ángeles, sin embargo, no tienen ninguna noción ni ninguna idea del espacio". En efecto, "todos los progresos en el mundo espiritual se hacen por cambios de estados interiores, de tal forma que los progresos no son otra cosa que cambios de estado... Los que están en un estado semejante son próximos entre sí, y los que están en un estado disemejante están alejados entre sí. Los espacios en el cielo no son más que estados externos que corresponden a estados internos. Del mismo modo, los Cielos son distintos entre sí... Cuando alguien se traslada de un lugar a otro... llega más pronto o más tarde según su deseo; el camino se alarga y se acorta a voluntad... Es lo que yo he visto a menudo y me he sentido sorprendido por ello. Según esto, es evidente que la distancia, y en consecuencia los espacios, son según los estados interiores de los ángeles, y, al ser así, la idea del espacio no puede entrar en su pensamiento, aunque entre ellos haya espacios igual que en el mundo". 



Esta descripción se ajusta perfectamente a Nâ-kojâ-Âbâd y a sus misteriosas ciudades. Se sigue, en definitiva, que hay un lugar espiritual y un lugar corporal. La transferencia de éste a aquel no se realiza de ningún modo según las leyes de nuestro espacio físico homogéneo. El lugar espiritual es en relación al lugar corporal un No-dónde, y para aquel que accede a Nâ-kojâ-Âbâd todo ocurre a la inversa de las evidencias de la conciencia común, que se mantiene orientada en el interior de nuestro espacio. Pues en adelante, es el dónde - el lugar - el que reside en el alma; es la substancia corporal la que reside en la substancia espiritual; es el alma la que envuelve y es portadora del cuerpo. Por eso no puede decirse dónde está situado el lugar espiritual, pues no está situado, sino que es más bien lo que sitúa: es situativo. Su ubi es un ubique. Ciertamente, puede haber correspondencias topográficas entre el mundo sensible y el mundus imaginalis, simbolizando el uno con el otro. Sin embargo, no se pasa de uno a otro sin ruptura. Numerosos relatos nos lo muestran. Uno se pone en camino; en un momento dado se produce la ruptura con las coordenadas geográficas localizables en nuestros mapas. Ahora bien, el "viajero" no tiene conciencia de ello en el momento en que ocurre; no se percibe, con inquietud o fascinación, sino con posterioridad. Si uno se diera cuenta, podría rehacer a voluntad el camino, o podría indicarlo a otros. Ahora bien, sólo le es posible describir aquello en lo que estuvo: no puede mostrar el camino a nadie. 



Henry Corbin











No hay comentarios:

Publicar un comentario